A Villarruel no dan ganas de llamarla victoria, la boca se le haga a un lado. Toda ella, bien vista, es un rezago de otra época. Como los falcon verdes que reaparecieron apenas Villarruel ofreció su argumentación oxidada. Qué cosa que este tema salte ahora a la agenda, qué cosa que se haya mantenido opaco y sin avistaje periodístico, tan dedicado a los perros clonados y el olor a chivo.
Los falcon verdes son el símbolo del terror. Son la negación de la libertad. Son la tortura. Son patadas en la puerta a la madrugada. Son el no paradero. Son la herramienta de un sistema totalitario cobarde que no hizo nada a la luz pública, y asesinó en los sótanos.
Los falcon verdes es lo que defiende Villarruel. No persigue ninguna “justicia completa” porque la escena que narra es ficcional. Pero los falcon verdes no fueron una ficción sino una pesadilla. A bordo de un falcon verde ellos se sentían nerón. Eran dueños de la vida y de la muerte de los que metían en el baúl.
Villarruel no solo reivindica a esos viejos asesinos a los que la patria nunca les pidió que metieran picana o ratas en la vagina de las prisioneras ni que tiraran a los vivos al mar.
VIllarruel sabe perfectamente lo que hicieron esos viejos criminales y lo reivindica. No puede decir en un debate que estuvo muy bien hecho y que de ser necesario habría que “tener el mismo coraje”, la misma “vocación de cambio” para volver a sentir “el orgullo de ser argentinos”.
La propia Villarruel es ella misma un falcon verde. Tiene una misión clandestina pese a que forma parte del Estado. Una misión de demolición de vidas y proyectos, de vigilancia y buchoneo, de delitos de lesa escondidos en el rincón más oscuro del alma de lo que ya ha dejado de ser humano.