La comunicación siempre fue el soporte de la política. La persuasión se construye sobre la base de la palabra y los gestos que la acompañan. La construcción de un sentido común, la legitimidad sobre determinada forma de gobernar o de oponerse a ella es el producto de ideas (comunicables) en disputa. Pero también de imposiciones de sentido. No todo es persuasión.
Todxs lo sujetos políticos son/somos parte –en forma deliberada o inconsciente, por acción u omisión– de una lucha por legitimar, aprobar o enfrentar un orden social determinado. De avalar referentes o de mostrar divergencias y oposiciones.
Somos sujetos simbólicos que participamos de este juego. Pero no todos contamos con la misma fuerza o capacidad para impulsar cambios o –en su defecto– favorecer el estatus-quo.
Las voces de los periodistas, de los referentes mediáticos o de los actores políticos tiene más trascendencia (llegada e impacto) que aquella que se puede impulsar desde el llano. Es una falacia aseverar que existe una distribución equitativa de la palabra. Si bien esto ha sido siempre así, en la actualidad la disparidad se hace más evidente.
La política tiene dos componentes centrales: la coerción y el consenso. Ambas fases se presentan como las caras de una misma moneda. No existe una sin la otra.
Cuando determinados grupos llegan a un consenso suelen imponer por la fuerza (al resto de la sociedad) sus acuerdos. La fuerza no es (siempre) como se la suele graficar. Existe el orden simbólico de la violencia. La coerción es parte del sostén policial y jurídico que obliga –por ejemplo– a respetar las regulaciones estatales actuales, como el distanciamiento social.
La coerción y el consenso se instituyen en intercambios de sentidos. En la circulación de la palabra. En la tarea de convencer para soportar o apoyar a un sujeto político determinado, sus visiones y sus postulados. Se coerciona en términos políticos –a una audiencia, a una ciudadanía– cuando se estigmatiza (sobre la base de falsedades. Medias verdades y nexos arbitrarios) a un colectivo social y/o a sus referentes para que estos sean merecedores del escarnio público. En nuestro país hay una larga historia vinculada con ese procedimiento. Sus planificadores, ejecutores y divulgadores son y han sido los intelectuales orgánicos asociados (o empleados) de los grupos dominantes. Y su interés ha sido únicamente impedir la plena vigencia de la democracia, es decir el gobierno de y para las mayorías.
En el siglo XIX la dicotomía de “civilización y la barbarie” sirvió para etiquetar de forma despreciativa a quienes buscaban una autonomía cultural y productiva constituida sobre las bases de una identidad definida a nivel latinoamericano. Desde el siglo XIX se buscó defender las economías regionales amenazadas por una revolución industrial desinteresada de ofrecer articulación virtuosa, integración complementaria y respeto por las condiciones del trabajo local.
En forma paralela, quienes se enriquecían con la importación (los porteños asociados al puerto de Buenos Aires) asociados a quienes valorizaban su producción agropecuaria, (con la exportación) tejieron una alianza privilegiada. Para justificar la destrucción de entramado social impulsaron la tarea de estigmatizar a los sectores populares y a sus referentes asociándolos a lo salvaje, a lo brutal y a lo primitivo. Luego vendrán la chusma yrigoyenista, los cabecitas negra, los villeros y los choriplaneros. Desde diciembre de 1828, cuando se fusiló a Manuel Dorrego, se infamó –a través de las armas de la crítica– a quienes solo buscaban un lugar de autonomía en el tablero global de cada una de las épocas.
La línea que une a los caudillos federales con Yrigoyen, Perón y el kirchnerismo incluye la búsqueda de una soberanía ajena a los mandatos criminales de la llamada civilización occidental. Y esa tarea exige, en términos comunicacionales/educativos, el enfrentamiento a los variados modelos genocidas que se empecinan en autolegitimarse como garantes del bienestar y la prosperidad.
Inyecciones de sentido
Existe una serie de registros reiterados con los que se ha buscado imponer el sentido de los grupos hegemónicos:
- La igualdad es un concepto vetusto y perimido. La desigualdad es buena y separa en forma virtuosa a los aptos de los inútiles.
- Aquello que es beneficioso para los países centrales es automáticamente favorable a los países periféricos.
- La orientación global es unívoca y resistir a sus postulados supone oponerse a la evolución civilizatoria.
- Los ciudadanos de los países con herencia colonial son definidos como retrasados y por lo tanto deben imitar las orientaciones ejemplificadoras (y los consejos) que se emiten desde las metrópolis.
- Quienes se oponen a los designios de lo que se define como novedad e innovación –estipulados por los centros de poder mundial– son enemigos de progreso.
Estos son algunos de los contenidos vertebrales que rigen la comunicación política de los grupos que concentran en forma monopólica la riqueza, la renta y la propiedad. La tarea de sus propagandistas y/o agentes de prensa consiste en vehiculizar estos apotegmas de manera más o menos eufemizada. Los empleados encargados de la difusión práctica han sido cooptados doblemente: tanto por el financiamiento que reciben como por la aspiración desesperada por ser parte de un colectivo al que buscan pertenecer o ser asociados.
Quienes multiplican el desprecio a los sectores populares se sienten parte de los grupos dominantes. Intuyen que serán incorporados por el poder como recién llegados. Y al mismo tiempo encuentran en esa adscripción una pátina de legitimidad eufórica. Se perciben a sí
mismos como integrantes de una superioridad ligada intrínsecamente al primer mundo. Y al mismo tiempo la tranquilidad de sentirse ajenos a la vulgaridad que define al mundo común y popular. Para comprar su pasaporte a las alturas del privilegio deben, sin embargo, desapegarse de cualquier parentesco con los referentes de ese mundo que definen como atrasado, salvaje y brutal.
Construir mayoría requiere el reconocimiento de estos disparadores utilizados una y otra vez en la historia. Exige, además, contar con las armas cognitivas, culturales y comunicativas para desarmar el andamiaje del desprecio. Permanecer expectante frente a las repetidas andanadas del descredito –por dubitación, por falta de consciencia, de conocimiento histórico o de valentía– ha supuesto costos dolorosos para las trayectorias de las grandes mayorías. Si se
pretende limitar o enfrentar el discurso mediático de los propagandistas neoliberales se necesitan voceros (tanto referentes políticos como periodistas) capaces de enfrentar áreas político-discusivas, complementarias, al interior del debate público. Las cuatro columnas
vertebrales sobre las que se monta el andamiaje demandan:
- Contar con comunicadores disponibles para interactuar en a las narices de una escenografía opositora (como lo hace, de forma eficiente, por ejemplo, Leandro Santoro o Graciana Peñafort).
- Convocar a periodistas que den el debate desde “la vereda popular”, posicionada en las antípodas del poder hegemónico, como lo hacía extraordinariamente bien el formato de 678. El desacierto de ese ciclo nunca fue de los periodistas sino que su emisión era asociada a la televisión pública. Este dispositivo debe volver a brindar herramientas útiles para impugnar y cuestionar a quienes día a día pretenden debilitar las formulaciones del nacionalismo popular.
- Disponer de una infraestructura comunicacional para incidir en el tercio de la sociedad que no se encuentra alineada en la grieta. Para esos sectores que perciben el enfrentamiento con desconfianza. Para ese segmento es clave la apelación a la racionalidad cívica, modelizada, sin dicotomizaciones, pero con explícita fundamentación en los datos comprobables de la realidad.
- Y, por último, instalar un marco orgánico de redes sociales –por fuera del Estado– para dar la disputa en formato de activismo militante.
Abandonar estas peleas –paralelas y convergentes– es un riesgo enorme. El modelo neoliberal financia un sentido común para su propio beneficio. Dejarles el espacio vacío en cualquiera de esos territorios es otorgar ventajas competitivas inconmensurables. Demasiado esfuerzo, obstinación y dolor se necesitó para llegar hasta acá. Quienes resistieron al macrismo y no alcanzaron a ver este momento nos están mirando. No los decepcionemos.
Jorge Elbaum construye un discurso inobjetable , amalgamando conceptos valiosísimos.
Es una elaboración intelectual muy refinada , pero que ahonda dramáticamente en uno de los males de nuestro tiempo .
Tanta lucidez de este Brillante pensador de nuestro tiempo debe fructificar inexorablemente .
Que así sea .
Excelente Sandra….que bueno seria que este articulo llegue a los que hoy estan en el gobierno (no para ilustrarse si es que no lo estan…sino para que despierten y hagan algo en esa direccion). Las de medio termino estan a la vuelta de la esquina y lo que veo a mi alrededor es gente confundida y desinformada que a la hora de votar puede (inconscientemente) ser pensada y actuada contra su propia conveniencia….tal como ya pasó