Los hijos del divorcio

¿Deja secuelas el divorcio de los padres en los hijos? Solamente algún caído del catre podría afirmar taxativamente que no. Es que los padres, en general, dejan secuelas en los hijos, se divorcien o no, pero éste bien podría sonar a razonamiento falaz, a chicana fast food. La pregunta sería, entonces: ¿deja secuelas específicas el divorcio en los hijos? ¿Sufren de alguna patología o dificultad afectiva concreta los chicos cuyos padres, por la razón que fuere, decidieron cesar el contrato matrimonial que los unió? Eso se puso a investigar hace veinticinco años la psicóloga norteamericana Judith Wallerstein, sobre una población, admitámoslo, acotada. Sesenta casos. El principal mérito de Wallerstein fue haber sido tenaz y no haber perdido de vista a esos sesenta casos a lo largo de veinticinco años, y con ese latiguillo salió al ruedo con su título “El inesperado legado del divorcio”, alrededor del cual la revista Viva hizo su nota de tapa el último domingo.

“¿Un mal matrimonio es mejor que un buen divorcio?”, se preguntaba la revista desde la bajada de tapa. Una pregunta que atrasa veinte años en este país al que las corrientes progresistas tardan en llegar décadas, pero al que las corrientes neoconservadoras arriban al instante. Puede que en Estados Unidos, donde casi todo está inventado –sobre todo en materia de best-sellers–, una ola antidivorcista suene hasta novedosa, y allí la tenemos a Chelsea Clinton disfrutando del empeño matrimonial de sus padres y a punto de empezar una vida adulta estable, pero aquí parece ayer que la Iglesia del período alfonsinista había puesto toda la carne al asador para frenar la ley que, auguraba, sembraría de semihuérfanos la patria.

¿Cuál fue el hallazgo de Wallerstein? Hombres y mujeres con dificultades afectivas. Vaya. Como si la felicidad se vendiera en stands de feria o como si el verdadero amor viniera con garantía de fábrica para aquellos cuyos padres decidieron hacerle la vista gorda al desamor o, peor aun, actuar delante de sus hijos una armonía improbable. Los testimonios locales recogidos por Viva también estaban enmarcados en una idea de “normalidad” que pese a las comillas incluidas en el texto no abandonaba el sesgo de una “afectividad standard” que la realidad ahora no le exige a nadie. Si no, no se entiende por qué una chica de 21 años cree no tener relaciones “normales” y da como ejemplo un romance con “un separado de 44 años”. ¿Y?

¿Qué resultados hubiese arrojado un estudio a lo largo de veinticinco años sobre sesenta casos de hijos de padres casados que nunca se hicieron un mimo? ¿Y sobre sesenta casos de hijos de farmacéuticos de barrio? ¿Y sobre sesenta casos de hijos de amas de casa con sobrepeso? ¿Y sobre sesenta casos de hijos de escritores frustrados? Nadie lo sabe, aunque tal vez alguna beca norteamericana haya ido a parar, no lo duden, a alguna torta estadística tan puntual como ésta, pero el sentido común indica que lo más probable es que estas investigaciones delirantes dieran como resultado: dificultades afectivas.

No es el divorcio sino la idea de la libertad lo que trastorna. En sociedades altamente normativizadas, en las que el hijo del herrero se casa con la hija de la costurera de una vez y para siempre, a nadie se le ocurriría financiar una investigación sobre sesenta hijos de herreros y costureras. Lo que la sociedad occidental inauguró con la práctica del divorcio fue la chance: la posibilidad de reescribir la propia historia. El matrimonio para toda la vida sigue siendo una opción con mejores o peores resultados, pero que no le está vedada a nadie. ¿Qué es un mal matrimonio, en todo caso? ¿Uno en el cual sus integrantes no se hablan? ¿O uno en el que ya no se desean? ¿Uno en el que se rumia en voz muy baja? ¿O uno en el que los dos se subestiman? Replay: no es el divorcio sino la idea de la libertad lo que trastorna. Vivir en sociedades en las que el menú vital disponible es tan amplio y variado que un adulto debe, forzosamente, hacer eso para lo que sin embargo no estamos entrenados, seamos hijos de padres divorciados o no: debe elegir.

A nadie que pase por el trance de un divorcio hace falta decirle que si puede lo evite. La gente no come clavos.

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Un comentario

  1. sinceramente no estoy de acuerdo con usted. Me estoy divorciando a dos años de separación y puedo darme cuenta de que la vida de mis hijas cambió y en mucho. El nivel socioeconómico de medio-alto, es ahora «precario», sin dinero nada de lo que me piden puedo comprarles. Tienen una mamá preocupada, a veces triste, con problemas amorosos de gente soltera, con exceso de trabajo por ellas y por lo que tiene que hacer para sacarlas adelante. Tienen un papá desubicado, quien desde su mercedes benz dice que su dinero apenas le alcanza para comer y que por eso no les compra ni les da nada; que las lleva a pasear con la nueva novia al lugar a donde quiera ir el hijo de ésta, quien ve diario, convive y conversa con el papá que ellas solo ven una vez a la semana y que probablemente algún día se aburra y empiece a faltar a las citas, como escucho que pasa con los papás de los hijos de muchas de mis amigas divorciadas.

    espero que mis hijas no carguen con problemas emocionales, pero sinceramente a su tierna edad (4 y 2 años las gemelas) ya tienen demasiados problemas derivados del divorcio.

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