De qué parte de la vaca sale el pollo

Termina la carrera política de Carlos Menem. ¿Algo más terminará con ella? ¿Qué expresó y dejó de expresar ese hombre que en estos últimos meses fue mutando como un hongo transgénico, recorriendo el camino que va desde la soberbia de quien siempre ha sabido esconder ases en la manga, hasta el desequilibrio de quien decreta un día soleado y se sigue mojando? ¿Qué encarnó y dejó de encarnar ese estilo político, el más claro, reconocible y revulsivo de los que surgieron de la mitad del siglo XX para acá? ¿Terminarán con él esos tics argentinos que le permitieron muñequear y despilfarrar desde el patrimonio del Estado hasta cada una de sus promesas? ¿Acabará con él la costumbre autóctona de jurar en vano? ¿O cambiaremos de ídolo y nos dedicaremos a adorar al que, de turno, venga a mentirnos y a llamarnos Marta? ¿Será Carlos Menem y su ocaso el ocaso de las pesadillas que soñamos juntos? ¿O seguiremos atragantándonos con nuestra propia bilis de avivados, de locos lindos, de cancheros, de los más piolas de la cuadra?

Hace unos años, el hijo de una amiga, habitante de un urbano cuarto piso, visitó por primera vez una granja, y allí se animó a hacer una pregunta que lo intrigaba: ¿De qué parte de la vaca sale el pollo? Es gracioso, pero no derilante. Vaca y pollo, desde un urbano cuarto piso y una edad de cinco años, pertenecen a un mismo reino comestible y adquirible en bandejas de supermercado. Parafraseando a ese chico, podríamos preguntarnos hoy: ¿de qué parte de la democracia salió Menem? ¿Son vaca y pollo Menem y democracia? ¿Son vaca y pollo Menem y la Argentina? ¿Qué tenemos de vaca y qué tenemos de pollo los millones que, aun sin haberlo votado nunca, y ni qué decir de quienes sí depositaron en él alguna expectativa, participamos cada cual en su dosis homeopática o descontrolada de la kermesse que acaba de terminar? A su pesar o a su favor, para su consuelo o para su bochorno, Menem fue durante más de una década la síntesis de algo que éramos. Algo un poco sucio, algo un poco raro, algo turbio, algo ignorante, algo falso, algo teñido: como en los ritos nupciales, algo de todo esto tuvo un país para casarse con Menem.

Susana Giménez llevando al hombre rata a su programa, sonriéndole bizca y piadosa, diciéndole “qué divino”. Moria Casán llevando a sus dos maridos a su programa, llorando los tres juntos, reprochándose falta de sexo o infidelidades. Zulemita usando su portacelular de Louis Vuitton. Elsa Serrano, su acento italiano, su maison, sus encajes, sus hombreras. Roberto Giordano arengando en falsete para que todas las chicas del mundo muevan las cabezas. Maradona de visita en Olivos. Samantha y Natalia cacheteándose en lo de Mauro Viale. Matilde Menéndez de weekend con su novio muy joven. Bernardo Neustadt adelantándose al destino y rogando que no lo dejaran solo. Mariano Grondona jugando de mediocampista. María Julia envuelta en pieles y dispuesta a vivir a fondo lo que resta del día. El juez Trovato y su mujer vestidos de gala para salir en Caras. Gerardo Sofovich partiendo la manzana o palpitando el ochola. Julio Mahárbiz: aquííí, Cosquíuííín. Liz Fassi Lavalle luciendo tremendo trasero en revistas de actualidad. El cura Grassi predicando el amor al prójimo en vivo.

Animal print. Animal print por todas partes. Este país fue estilo leopardo durante más de diez años. Fue dorado. Todo era dorado. Dorado como los botones de los trajes de Menem, rojo como la Ferrari, artificial como el bronceado de Donatella Versace, operado como el culo de Manzano y como las narices y las tetas de todas las mujeres que frecuentaron la quinta. Todo fue a lo grande mientras todo era chiquito, como es chiquito Anillaco y como es grande su pista de aterrizaje.

Cuando yo era chica, en la esquina vivía una familia de clase media más bien baja cuya hija se puso de novia con un buen partido. Un día vinieron los padres del novio, de improviso, de visita. La madre de la chica los dejó charlando con su marido, y se escapó por la ventana de la cocina a la rotisería, para comprar una buena cena y hacerles creer a los futuros suegros que ellos siempre comían así de bien. ¿No es una buena anécdota menemista? No me acuerdo si la señora compró vaca o pollo. ¿De qué parte de la vaca sale el pollo? ¿De qué parte de esta sociedad salió el animal print? Usaban estampados tipo leopardo las señoras que se peleaban por la ventanilla en el avión con destino a Miami, y a ellas les regalaban carteras estampadas con falsos leopardos sus maridos, que se sentían más seguros, más viriles y más vivos a medida que aprendían a burlar la ley, cualquier ley. Esa fue la verdadera escuela de la última década: aprender a aparentar, a dibujar, a incumplir. ¿Eso era la vaca o era el pollo? ¿Eso era Menem o la Argentina?

Llegó el ocaso de Carlos Menem, pero habrá que desentrañar qué significa el final de su día, de su vida, de su ida. Uno lo vio recurrir, esta semana, a tantas malas artes, que no puede menos que advertir que son sus artes de siempre, apenas afeadas por su desesperación. ¿Realmente podía esperarse otra cosa de Menem, algo más que la veta putrefacta que exhibió? ¿Quién esperaba grandeza de Menem? ¿Quién confundía el pollo con la vaca o viceversa? ¿Quién podía suponer que, al borde del ahogo, no iba a intentar que todos nos ahoguemos con él? Si Dios existe, Dios quiera que este ocaso sea también el del Menem que expresó, a su pesar y a su favor, el menemismo subterráneo, ético y estético, de tantos otros.

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