La miga del pan de la muerte

“Volvete a San Isidro, acá no tenés nada que hacer”, le decía un chico, desencajado, a Juan Carlos Blumberg, que había sido abucheado y escupido en Once, adonde llegó, según dijo, para solidarizarse con los familiares de las víctimas. Poco antes, Raúl Castells y Nina Peloso tampoco fueron bien recibidos cuando se acercaron para pedir la renuncia de Aníbal Ibarra. En la plaza, más tarde, según consignó este diario, una adolescente de 16 años, Nadia, que perdió en la tragedia a su hermano y a su novio, se constituyó en la señaladora de pancartas que podían desvirtuar el sentido de la concentración, como las de la FUBA o las de la FTC: Nadia las señalaba y a su alrededor brotaban centenares de chiflidos, en un coro improvisado que obligaba al repliegue. En el foro de los Callejeros, desde donde se convoca a la marcha del próximo jueves, el volante consensuado incluye el expreso pedido de ir solamente con velas y de marchar en paz, “sin banderas de ningún partido político”.

Embutidos en la desolación que los embarga, todavía en shock y con un sentimiento de impotencia inabarcable, los adolescentes se están organizando. Están tomados de rehenes por el dolor de la pérdida, y exigen justicia. No le seguirá a este drama una actuación judicial de rigor, como la que le siguió a la tragedia de Kheyvis: exigen imparcialidad y celeridad; saben que sin esos dos ingredientes la justicia es injusticia.

Un gran sector de chicos está expresando con sus actos una conciencia política profunda, un saber de esos que no se sabe exactamente cómo se transmiten. Atrincherados para no ser usados, repeliendo abrazos de oso y en estado de alerta colectivo, se desmarcan. No quieren que nadie aproveche estas muertes para llevar agua a su molino. Saben que viven en un país de miseria moral residual, en el que así como existe desidia en las inspecciones y así como existen empresarios ratas como Omar Chabán, también existen muchos que tratarán de usufructuar una palmada en el hombro, de robar cámara, de sacar migas del pan de la muerte.

Se han plantado en el dolor y de ahí no los van a sacar. Quien pretenda hacerlo se encontrará con una rara generación de jóvenes marginalizados que a su manera han sabido generar su propia cultura política. Que no haya ningún dirigente que los represente no quiere decir que no estén preparados para espantar a quienes no los representan. Estos chicos saben perfectamente que la argentinidad tiene sus trampas cazabobos. Pero también tiene, parece, nuevos radares de alerta.

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