El límite

¿Treinta mil fueron bastante? ¿Comió el monstruo lo suficiente tragándose a treinta mil personas? Retumba la frase del fiscal Julio César Strassera al final de su alegato. Aquel Nunca Más que intentaba, más que cerrar un ciclo histórico, inaugurar uno nuevo. El hambre de víctimas, sin embargo, siguió intacto, aunque homeopático. La democracia quedó instalada, lo que no es poco. Pero el monstruo aprendió a comer de a uno, de a dos, de a diez, a elegir sus bocados selectivamente. El monstruo, más que aprender a no engullir, aprendió a disimular. Y siguió, sin ir más lejos y sin provocar en absoluto a las instituciones, comiéndose a los que no comen. O a los más débiles, o a los que nacen sin oportunidades.

Aquella vocación de Nunca Más también fue impregnándose en el sentido común de un pueblo. Durante estos últimos años hemos visto a decenas de padres y madres llorar a sus hijos –ésa es la manifestación directa y clara de la presencia del monstruo: un padre o una madre llorando a un hijo– y soltar su frase: “Que esto sirva. Que esto no pase nunca más”. Cada uno fue experimentando el propio drama y desviándolo para el sendero colectivo de aquel ansia, de aquel consuelo: “Que esto sirva. Que esto no pase nunca más”. Cada familia deshecha intentaba rehacerse desde el duelo con un módico anhelo, con un gesto si se quiere generoso. “Que esto sirva. Que esto no pase nunca más.” Y la pancarta o la remera con la cara del hijo o de la hija, las víctimas del monstruo, eran una bandera más de las que se iban amontonando en el pabellón de los dolores argentinos.

Hay que admitir que no todo siguió igual. Pese a los esporádicos bocetos de mano dura, pese a los infaltables profetas del orden y el santo Occidente, podría decirse que treinta mil fueron bastante para que la idea de un golpe de Estado hoy suene absurda, patética, extemporánea. Esta última palabra es acaso la más apropiada. Extemporánea. El derrocamiento de un gobierno democrático y el desfile de tanques en las calles fue hace unas décadas apenas un paisaje. Era una posibilidad contemporánea de varias generaciones que aceptaban que de los cuarteles surgía cierto tipo de derecho y jerarquía superiores a las del común. Hoy ese paisaje es extemporáneo: la democracia nos ha sido dada y ha sido tomada (o viceversa) como un rasgo de época. Parece tan extraño que a alguien se le pueda ocurrir la idea de un golpe como que alguien piense en anular el voto femenino o en anular la ley de divorcio. Pero así y todo, el monstruo sigue su depredación.

¿Doscientos adolescentes serán bastante? ¿Comió el monstruo lo suficiente tragándose a doscientas personas? El desastre de Cromañón nos enfrentó no sólo a un dolor que se esparció a lo largo y a lo ancho del cuerpo social, toda vez que el rocanrol expresa y convoca a chicos de distintos sectores, sino que además nos refregó en la cara otro tipo de seguridad, que no fue la que entretuvo en el último año a funcionarios, dirigentes espontáneos, líderes de opinión y analistas de diversa laya. Tuvimos en mente, porque ésa fue la agenda 2004, la seguridad en su versión más drástica. Los secuestros, los asaltos, los robos a mano armada, las derivaciones y asociaciones lúmpenes entre delincuentes y policías, el endurecimiento de las leyes, el fenómeno Blumberg, las idas y venidas en la Bonaerense, todo ese repertorio de seguridad fue el que asociamos con la seguridad. Seguridad quiso decir, hasta el 30 de diciembre, alarmas, custodios, patrullas, purgas, rejas, leyes, cárceles, razzias, desarmaderos, zonas liberadas.

Y de pronto se mueren doscientos chicos en un incendio en un local bailable excedido en su capacidad y con la habilitación vencida. Y sobreviene otra versión del espanto que tiene el mismo nombre, inseguridad, pero que corre por otro andarivel, que serpentea por otras grietas, que se derrama por la vida cotidiana de absolutamente todos. Y no nos dábamos cuenta, ni los ciudadanos ni los funcionarios, que de esa otra versión de la inseguridad pendían las vidas de tantos inocentes. Esa inseguridad no estaba marcada con resaltador en el libro de quejas de este país. Estábamos jugando a la ruleta rusa y esta vez salió el tiro, y mató de un solo impacto a doscientos chicos que representan a decenas de miles de otros chicos que tienen los mismos hábitos y van a escuchar música a lugares igual de inseguros que Cromañón.

Ahora hay controles, muchos controles. Y los controles son bienvenidos por la gente que ve con buenos ojos la incesante tarea de los inspectores que hasta hace dos semanas… ¿qué controlaban? Más allá de la responsabilidad que pueda caberle a funcionarios municipales o incluso al jefe de Gobierno porteño, que obviamente deberá ser clarificada y establecida, el desastre de Cromañón también incendió una idiosincrasia autodestructiva y laxa, excesivamente laxa, con algo con cuyo contacto los argentinos no tenemos fluidez ni recato: la norma. Ese elemento vital de convivencia, ese escalón de base. No respetamos normas ni vemos con malos ojos a quienes se burlan de ellas. No exigimos su cumplimiento ni tutelamos su vigencia. La idiosincrasia argentina está construida por afuera de la norma. Avalamos, por omisión o consentimiento, nuestra propia desprotección, nuestra inseguridad. Claro que damos por hecho que un local bailable habilitado debe estar en regla, pero… ¿realmente nos escandaliza, nos sorprende, nos impresiona advertir ahora que hay shoppings, estaciones de servicio, restaurantes y hasta peloteros que están en infracción? ¿No somos esencialmente un país de infractores? ¿Qué es el banana argentino si no, básicamente, un infractor? Cuando se debatió a los gritos, con gases, insultos, detenidos, el Código de Convivencia, ¿cuáles fueron los temas dominantes? Los vendedores callejeros y las travestis. ¿No es sintomático que en un país en el que después arde una disco con doscientos pibes adentro, las pasiones se hayan desatado por una estupidez tal como la oferta de sexo?

Los chicos están ahora revisando sus hábitos culturales, reflexionando sobre la trampa de la contracultura, que de ninguna manera puede desviar la fuerza de sus contenidos hacia la forma de la infracción. Los funcionarios están haciendo gestos ampulosos, pero también es probable que estén empezando a revisar seriamente cómo tener bajo control la seguridad ciudadana. Hay heridos que siguen muriendo y hay padres y madres que siguen repitiendo la frase que se convirtió en el eco ahogado de estos dolores inenarrables: “Que esto sirva. Que no pase nunca más”. ¿Serán bastante doscientos chicos para el monstruo? Tal vez sí, como lo fueron los otros treinta mil para marcar un antes y un después en la tolerancia popular a formas totalitarias de gobierno. Pero hay un monstruo entre nosotros, y siempre tiene hambre. Depende un poco de cada uno que no vuelva a comerse a nadie más.

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