El programa del 30/1/2021

Las disputas internacionales por la provisión de todas las vacunas está demostrando lo infinitesimal de lo que representan los antivacunas, que en realidad son antiestado. El fenómeno es un síntoma que tal vez uno no debería llamar “global”, sino más bien “occidental”, porque se basa en una interpretación desviada del concepto de “libertad”.
En este país, a los que les falta la libertad es a los que fueron perseguidos políticos y cuyas causas son castillos de naipes marcados, no a los que las restricciones de cada etapa les impidieron tomar cervezas con amigos o ir a fiestas electrónicas. En los dos casos se habla de “libertad”, pero esos dos contenidos tan opuestos nos vuelven a invitar a revisar palabra por palabra.
En todos los países hay presidentes, gobernadores o intendentes que se fotografían vacunándose, para promover la vacunación en un clima adverso y alienado que, aquí, Juntos por el Cambio fogonea, a tal punto que no hemos visto a ningún funcionario Pro vacunarse. No pueden mostrarse protegiéndose con vacunas porque ello implicaría admitir la doble vara.
El fin de semana pasado se vacunó Cristina. Hasta el barbijo que usó para ir a un Hospital de Avellaneda fue tema de debate. “Quiere promocionar la vacunación”, dijeron, convirtiendo en “denuncia” lo evidente. Ella los altera. Los instala en su propia vibración inestable. Cristina sigue siendo lo indigerible por excelencia para los sectores antipueblo. No es la única atacada ni dejan de petardear a los funcionarios que en gestión están, de hecho, promoviendo políticas o proyectos populares. Pero fue y es ella el objeto de odio trabajado y pulido por los que en lugar de dar noticias tallan estigmas.
Como fuere, quiero dedicarle un par de párrafos al barbijo. Probablemente nada de lo que voy a decir lo haya tenido en cuenta ella, o quizá todo, porque es incluso a su pesar una usina de símbolos, referencias y señales para los que tienen muy en cuenta su palabra y sus gestos.
El barbijo replicaba el abrazo que se dieron ella y Néstor en un acto caliente, en 2008, cuando pese a la firmeza decidida por ambos, el país se movía como un barco en tormenta por la protesta de los agroexportadores, que los diarios que eran sus socios llamaron “el campo”.
Ese abrazo, capturado para la historia por Víctor Bugge, el fotógrafo presidencial, es el de un marido y una mujer que sobre esos roles privados tenían otros roles públicos, y que eran los que los llevaban al abrazo: eran una presidenta y un expresidente sellando su compromiso con el proyecto de país prometido en campaña, y que sencillamente retomaba lo expuesto antes por héroes nacionales de diferentes épocas: había que exportar el zapato y no la vaca. Sobre eso, sencillo de entender, se basaba una lógica económica muy clara, la única capaz de permitir un desarrollo equitativo. Exportaciones surgidas de este suelo, pero ya trabajadas por argentinos.
Ese abrazo entre Néstor y Cristina pasará a la historia, y ella puede haberlo elegido solamente por eso. Pero en 2008 nació en kirchnerismo, cuando muchos que parecían amables o educados se volvieron de pronto violentos escrachadores y golpeadores de oficialistas. Hasta entonces se apoyaba al gobierno, pero esa identidad política no sobrepasaba la de un grupo. Recién cuando tembló la tierra, que fue justo cuando en ese acto Cristina volvió a negarse a entregarles a los agroexportadores lo que pedían, recién cuando todo se puso dramático –y ese abrazo transmite también esa coordenada, y la decisión de resistencia–, hubo muchos que dieron un paso adelante y dijeron: “Estamos”.
Por ahí iban los sueños de los desaparecidos, por ahí iban la soberanía política, la independencia económica, la justicia social. Ese día, el del abrazo, Cristina quedó grabada como la conductora de aquel proyecto para sus seguidores, y como el blanco a atacar y a destruir por parte de los operadores del otro país, el que evade dinero, esconde granos, inventa causas, publica noticias falsas.
Y ella eligió ese barbijo para ir a vacunarse y promover que se vacunen otrxs, en medio de la lucha contra una pandemia que entre otras cosas nos ha privado de los abrazos. Tenemos más de 45.000 muertos. Se fueron sin un abrazo. Sus seres queridos no pudieron abrazarse entre sí. Nadie que se quiebre o que vacile, en esta larga temporada de miedo, puede ser consolado con un abrazo. Eso es lo que soportamos los que cumplimos las reglas porque queremos vivir y queremos que no se muera nadie.
La única esperanza, y de ribetes realistas, es la vacuna, cualquiera de ellas. El barbijo de Cristina nos habló de muchas cosas, pero también de ese horizonte con el que tantos soñamos, que es dejar de sentirnos peligrosos para los que queremos, y dejar de tener miedo del cuerpo de los otros.
Esa mujer y ese hombre, fundidos en el abrazo de sus vidas, en blanco y negro, en el barbijo, también activó esa zona de deseo postergado. Que lleguen las vacunas, que se gestione la vacunación como es debido, y que superemos este tiempo triste en el que hemos estado tan solos. Vaya a saber uno cómo algunos liderazgos funcionan así, como generadores de mensajes de muchas capas, algunas inconscientes. Un brazo dispuesto a la vacuna, la mirada confiada y el barbijo trayéndonos el pasado de lucha y el futuro de abrazos.
La peste trastocó todo. No podemos saber a ciencia cierta qué hubiese pasado de no haberse presentado. Pero aquí estamos. Y en los últimos tres meses se escuchan voces, empiezan a repetirse voces críticas en el patio interno del Frente. Algunas de esas voces pretenden sumar. Otras solo buscan construir su paraguas de protagonismo para la confesión de las próximas disputas electorales. En el mientras tanto, hay compañerxs funcionarios que mastican su frustración en el mismo lapso que se juegan la vida en la ruleta del contagio, atravesados por fantasmas de respirador. Otros se empecinan en olvidar que el Frente no es un Frente creyendo que ganaron las elecciones con absoluta prescindencia de alianzas. Se suponen en soledad –a libre disponibilidad de su voluntad– sin advertir que el enemigo también juega sus piezas. Y que son muy poderosas. Estos últimos se cierran en una ceguera que los lleva a creerse el centro blindado de un proyecto del cual se asignan su representación.
Pues bien: esto es un Frente. Es decir, un conglomerado de visiones diferentes que se unieron para ganar las elecciones y modificar algunas (muchas o pocas, se verá) de las trayectorias impulsadas por el macrismo neoliberal.
Este Frente se expresa en un gobierno con funcionarios que efectivamente sí funcionan, otros que claramente no funcionan y otros que intentan pasar desapercibidos para que nadie sepa si funcionan o no.
Luego de un año de peste, de profusión de malas noticias impulsadas y machacadas por la trifecta mediática (Clarín, La Nación e Infobae) muchos compañerxs se sienten agotados y frustrados. Muchos de ellos pierden de vista el escenario –las evidentes contradicciones de fondo– y empiezan a tirar piedras desde afuera, sobre el vidrio de la realidad política, como si fuesen consumidores engañados. Se olvidan de que en tiempos laberínticos se impone el debate interno y golpear la mesa sin abandonar el redil y apostrofar desde el exterior. Quienes hacen política convencidos –y con lucidez básica– saben que no funciona el hecho de levantar el dedito quejoso de la frustración. Que estos son los momentos para contar como ayuda-memoria la recordada frase del Negro Carlos Carella: “Cuando uno pierde de vista al enemigo empieza a pelearse con el compañero”.
La lucha política no es una tarea para almas despechadas. Es una construcción consciente, militante y decidida. Quienes se sienten frustrados tiene que asumirse como parte del debate y no dedicarse a tirar piedras desde el exterior del vidrio cual si pertenecieran a selectos clubes de ofendidos.
La comprensión de las correlaciones de fuerza supone un punto de partida para emprender nuevos escalones de acumulación de poder. Nunca para cosificar y postular como inmodificable ese punto de partida.
Existen dos paraguas conceptuales que atraviesan la sociedad argentina. Uno, claramente, tiene prosapia neoliberal y se hace explícito en la conformación de los cambiemitas. Y es verdad que algunos de sus ademanes, menos explícitos y conscientes sobreviven en el entramado de muchos de los votantes del Frente de Todxs. Este neoliberalismo tiene un carácter cultural y, como tal, se encuentra naturalizado. Ha sido introyectado desde la década del 70 del siglo pasado, ha sido difundido por el menemismo y ha ocupado el centro de la vida política hasta la llegada al gobierno de Néstor Kirchner.
Este neoliberalismo recóndito e implícito, sin embargo, continua latiendo en las practicas sociales y políticas con mayor o menor fuerza, en forma transversal. Se expresa en un estilo de dirección y también en una lógica de funcionamiento: su evidencia más expresiva es que elude preguntarse sobre el poder: ¿Quiénes detentan los poderes fácticos? ¿Por qué? ¿Qué atributos requiere ese poder? ¿Quiénes son los desempoderados?
Si hay algo que caracteriza al neoliberalismo es su tradicional (e imperiosa) necesidad de sepultar y silenciar estas preguntas.
El neoliberalismo pretende disolver la problemática del poder como disputa. No soporta que se ponga en evidencia que el enriquecimiento de algunos se hace a costa del empobrecimiento de otros. Esa imagen, claramente comunicable, es la que despierta el mayor resquemor de los sectores hegemónicos. La política, aunque suene axiomático subrayarlo, es lucha por el poder. Y el neoliberalismo se ha especializado en invisibilizar esta realidad.
No se puede superar el neoliberalismo enquistado sino se plantean nuevamente estos interrogantes. Es lo que la tradición Nacional, Popular y Revolucionaria (NPyR) hizo a lo largo de la historia de nuestro país: señalar el poder. Marcarlo. Ubicarlo en el espacio geográfico en el simbólico. Advertir su actuación describiendo a sus responsables prebendarios y criminales. Consignando su continuidad como colectivo beneficiario del desfalco sistémico del que una porción minúscula es privilegiada.
Tareas
El último cuatrienio macrista influyó fuertemente en el olvido de la pregunta básica. Muchos compañerxs confundieron la herramienta electoral como un punto de llegada, cuando indudablemente es un punto de partida: el de la recomposición del poder propio y el del debilitamiento del poder del enemigo.
La política es una mezcla de coerción y consensos. De acuerdos y disputas. De luchas y empates. Nunca es –ni puede ser– el sinónimo de una continuidad equivalente.
Los proyectos políticos enfrentados tienen, a grandes rasgos, concepciones dispares. Y no es posible enfrentar al neoliberalismo con sus armas.
La inercia conceptual favorece a quienes detentan los poderes fácticos, es decir el control de los mercados (financieros, productivos, laborales de comercialización y simbólicos, entre otros). Ese poder garantizar, entre otras prerrogativas, la comprar voluntades y la extorsión basada en la descapitalización, el desabastecimiento, la inflación, la fuga de capitales y la evasión.
Frente a esta realidad, existen –seguramente entre muchos otros– algunos ejes que deberán ocupar un lugar central en el agenda del trienio que resta Estas dimensiones tienen la doble búsqueda de contribuir al empoderamiento popular y al mismo tiempo promover su reverso: la pérdida de capacidades operante de los grupos concentrados.
Hay que poner la comida que producen los pequeños productores en los barrios populares, sin mediaciones y con el apoyo decidido de los gobiernos locales, provinciales y la orientación de la política federal. Solo se debe exportar aquello que es un excedente. La tarjeta alimentar tiene que utilizarse para que adquirir productos comercializados por los propios productores, con apoyo logístico del Estado, evitando que dichos recursos terminen en manos del oligopolio supermercadista. Si es necesario hay que movilizar la logística del ejército para trasladar dichos alimentos desde los productores hacia los barrios populares.
El neoliberalismo presente en la idiosincrasia empresaria local, solo demanda desregulación, flexibilidad laboral y des-sindicalización, al tiempo que impone reiteradas caídas del poder adquisitivo del salario en nombre de la competitividad. El Estado debe avalar negociaciones paritarias en las que el salario le gane a la inflación sin que dicho incremento se traslade a los precios.
Eso exige un análisis pormenorizado de la cadena de valor de los productos y una vigilancia sistemática e inteligente de los procesos de logística y comercialización. Esto último incluye regular y desarmar el esquema monopólico de los grandes jugadores del sistema. Es posible que esta tarea no pueda ser efectivizada de un día para el otro. Pero es necesario asumir que el objetivo reclama la limitación progresiva del poder de fuego de quienes extorsionan al resto de la sociedad.
El Frente de Todos tiene que contar con un espacio de articulación que permita defender en forma estratégica (sin restringir los debates internos) el horizonte de su programa soberanista. Sin esa estructura de defensa estratégica se corre el riesgo de dejar en soledad a un gobierno.
La justicia debe reformarse porque una parte de ella continúa exponiendo el ADN dictatorial, que percibe toda transformación social como sinónimo de subversión de sus valores. La pretensión contramayoritario del poder judicial se ampara en un falso principio de equilibrio. Se presenta a sí misma como un poder que impide el absolutismo de las mayorías por sobre las minorías. Sin embargo, la única minoría protegida, curiosamente, es la casta de los privilegiados. El resto de las minorías (segmentada de cualquier forma que se imagine) carece de los amparos que la famiglia judicial le concede al 5 % de la sociedad.
El poder judicial tiene entre sus fundamentos prioritarios la tarea de constituirse en un muro limitante de la voluntad popular. Trabaja específicamente para frenar la democratización y para perseguir a sus referentes políticos. La reforma tiene que incluir el cuestionamiento de sus prerrogativas corporativas y la validación permanente de sus decisiones a través de mecanismos transparentes y periódicos. Los integrantes del poder judicial –sobre todos aquellos que son edulcorados y visitados por los CEOs del mundo empresario– deben saber que son empleados de la sociedad: no son una casa nobiliaria ajena a la conformación institucional que supone un Estado.
Todos los procesos han sido viciados por operadores judiciales con el único objetivo de romper el vínculo entre dirigentes y las mayorías populares, apuntando en forma directa o por elevación hacia Cristina Fernández de Kirchner.
Se debe abandonar la permanente situación defensiva (y subsidiaria) de las operaciones llevadas a cabo por lógica neoliberal. Hay que construir una agenda propia con los problemas reales, cotidianos y domésticos de las mayorías populares, mientras en forma paralela se utilizan los cuadros políticos apropiados para dar el debate frente la Trifecta. Con este fin se debe contar con relevamientos comunicacionales correspondientes a los diferentes segmentos sociales (en la actualidad se ha normalizado la falacia ecológica que consiste en creer que las tematizaciones de la oposición son las únicas posibles).
Se deben priorizan las innovaciones tecnológicas (ejemplo, 5G) como oportunidad de desmonopolización comunicacional, orientada a la modificación estratégica de la matriz comunicacional de la sociedad, con claro sentido democratizador. Desgastar la articulación trasnacional de refuerzo neoliberal (tanto en sus aspectos financieros como tecnológicos) exige articular a los medios universitarios, sociales, comunitarios, alternativos y a las pequeñas y medianas de comunicación en un entramado que demande “paritarias comunicacionales”, federales, provinciales y locales. El Estado no puede seguir financiando monopolios. Tiene que distribuir su pauta en base a la ampliación y no concentración: a mayor publicidad privada (recaudada por las empresas) menor pauta pública.
La imagen de Jake Angeli, con su gorro de piel con cuernos, su cara pintada de rojo, azul y blanco, y su torso tatuado, no fue casualmente la más difundida del intento de copamiento del Capitolio por parte de miembros de Qanon, uno de los grupos que alimentó y fogoneó el odio trumpista.
Hubo debate sobre a qué remitían los símbolos elegidos por esos descentrados cuya irrupción violenta provocó cuatro muertos. Este último número, cuatro, es el primer dato a destacar, porque los asaltantes eran blancos supremacistas. Si hubieran sido los negros que Trump estuvo instando a aplastar en todas las protestas que se vinieron desatando en los últimos años, después de cada asesinato a mansalva de ciudadanos negros por parte de la policía, los hubieran matado a todos.
Mucha gente aventuraba si esos supremacistas habían elegido evocar a Daniel Boom, si apelaban a disfraces para ser “neo-originarios”, si tomaban símbolos vikingos para adelantarse incluso a la primera colonización. Entre los disfrazados, posaban también los que llevaban remeras que decían que “6 millones no fue suficiente”: neonazismo explícito.
Roberto Pagani, un historiador italiano que se especializa, en una universidad de Islandia, en los estudios sobre la Edad Media nórdica, publicó esta semana en un sitio especializado en historia, un artículo en el que desmenuza los símbolos dispersos en las imágenes del Capitolio. Cuenta allí que los estudios filológicos germánicos comenzaron a tener auge en el siglo XIX, ya entonces motivados por la búsqueda ideológica en sentido racial: los propios nazis no ubicaron su supremacía aria en el territorio de lo que entonces era Alemania, sino precisamente en Islandia. Alemania era ya un entramado de sucesivas migraciones desde la Edad Media. El ideal lo colocaron en una prehistoria antojadiza pero como era desconocida, pasible de imaginerías: la supremacía blanca tenía su origen en el supremacismo nórdico, especialmente el islandés. Sólo allí existían viejos documentos sobre la mitología pagana germánica.
De allí sacaron el biotipo étnico que propulsaron y que estos nuevos grupos como Quanon retoman: hombres y mujeres altos, de piel transparente y ojos celestes muy claros, resistentes a los climas adversos y ansiosos por más conquistas. Ya entonces esos antecedentes eran viscosos: esos primeros documentos sobre los germánicos habían sido escritos doscientos años después por autores nórdicos convertidos al cristianismo. Pero el rigor histórico nunca fue un obstáculo para los nazis, ni los de antes ni los de ahora.
En esa mitología construida al servicio de una ideología supremacista, se encuentra el casco con cuernos. Muchos de los tatuajes de los Quanon, afirma el historiador, como el símbolo vegvisir y leyendas en alfabeto rúnico, también surgen de ese pasado que no existió tal como lo relatan.
De hecho, señala Pagani, a fines del año pasado la revista Science publicó un trabajo inconveniente para estos nuevos supremacistas que reivindican el medievalismo nórdico: se probó que ni siquiera entonces había ninguna “pureza”, y que los habitantes de las tierras heladas no eran una mayoría rubia, sino una mixtura con muchos habitantes castaños de tez mate.
Volviendo al Capitolio, Angeli volvió luego a ser noticia: se negó a comer nada que no sea vegano. Pura banalidad. Pura comedia. Disfraces. Ese eje es importante.
Las ultraderechas, como los nazis en su momento, no tienen argumentos ni pueden dar los debates para dar a conocer un proyecto político. Son pura antipolítica y lo dicen con sus disfraces. Son antidemocráticos, naturalmente, aunque su líder se sirvió de la política para ayudar a destruir el sistema político más hipócrita del mundo, y generar pseudomilicias armadas. No conciben nada que no implique la eliminación de otros.
Se disfrazan porque el disfraz es el uniforme de estos soldaditos que el plomo no lo llevan puesto sino listo para disparar sobre otros cuerpos. Se disfrazan como algunos que vemos por acá. El disfraz de lo primero que habla es de neoliberalismo, desde un baño de inmersión con patitos, o desde abajo de peinados que laboriosamente son pelucas bizarras.
A ninguno de estos exponentes en todo el mundo les importan tres balines las cosas públicas, aunque quienes los alentaron a juntarse y armarse sí están interesados en quedarse con todo. El líder inspirador de estos mamarrachos los habilitó como fuerza de choque. Los ubicó en un borde desde donde tarde o temprano saldría la violencia, aunque los demócratas pongan caras de asombro.
¿Y Trump, con su jopo de canario y su mujer barbie-florero no era un disfraz de político que se puso un hombre de negocios con otras intenciones? ¿Y Bolsonaro no es él mismo un disfraz de energúmeno que todos podríamos imitar, impostando la voz hasta la disfonía para decir cosas como que los brasileños no sirven para nada? ¿Carrió no es un disfraz de lo que fue ella misma, cuando usaba otros disfraces, como el de la mística de la cruz exagerada? ¿Su republiquita no es un disfraz de la república que ayuda a destruir? ¿Y Macri? ¿No era un disfraz de presidente ése que despreció a destajo a docentes y a alumnos pero ahora pide que se vuelvan ya, en un pico pandémico, las clases presenciales?
La ultraderecha no vendrá nunca a decirnos que tiene pensado copar el poder para alzarse con lo poco que queda, cueste las vidas que cueste. Con la ultraderecha no se puede pensar en debate, diálogo o intercambios armónicos. Su fuerte es el cinismo y su capacidad para atraer hacia su propia arena toda la luz mediática posible. La tienen.
No quieren nada parecido a la razón, porque su lógica es la del disfraz y no tienen idea de cómo contestarle a un argumento. Ahora mismo los vemos escupir sobre vacunas que la enorme mayoría del mundo espera ansiosamente.
Es mentira que descreen de la vacuna rusa o de la china. Puede que sus acólitos lo hagan pero los ideólogos de esas corrientes se podrían una de Corea del Norte si la hubiera porque también saben que la pandemia existe. Lo saben abajo del disfraz. Tampoco creen en lo que dicen. Repiten cualquier cosa que les convenga, sin pruritos por la verdad. Quieren inyectar todo el veneno posible, toda la confusión y el desequilibrio posible, porque es su llave del éxito.
Las ultraderechas apuestan por el disfraz, que es fotogénico. Muy pronto Jake Angeli tendrá un club de fans. Así funciona la sociedad occidental que brotó al calor de la brutalidad neoliberal, como un circo en el que a veces parece que hay payasos, pero se trata de otro circo: casi siempre hay esclavos a los que ellos les sueltan los leones.
Hay que eludir la máscara ficticia. Caminar como si solo fuésemos a vivir. Sin la exigencia de ser mirados ni aspirar a serlo . Caminar al lado. O en uno. Caminar por dentro. Que la interioridad no apele a los espejos grandilocuentes que suelen vaciar de contenido la intimidad. Debemos impedir que se testifiquen relatos cobre el sambenito lustroso de la felicidad. Andar como si fuésemos a tener la certeza de una próxima ausencia en medio de la disputa. La enemistad existe. No sirve invisibilizarla Cuando uno se convierte en antagonista tiene el registro cabal de lo que no quiere. De lo que supone que lastima la piel de la humanidad. Ahí nace la amistad como convergencia.
Entonces uno empieza a proteger porciones de calidez para destinatarios precisos. Dispone de energía sensible para derivarla en el trayecto de un tiempo vital escaso.
Uno podría escribir en el agua estas letras. Podría conjeturar bellezas colmadas de serenidad metidas en la soledad y en la angustia de millones. Pero no tenemos suficientes contraseñas para rodear cada dolor distante.
Uno sospecha. Quisiera. Anhelaría la recorrida de ternuras por todos los rostros desvalidos biennacidos. Intentaría charlar con los derrotados de peleas íntegras. Con los que saben pedir perdón. Con los que desafían el patíbulo de la maldad en formato de atropello, de latrocinio, de despojo.
Pero no llegamos.
No podemos siquiera arañar el vértice de todo lo que quisiéramos empatizar.
Apenas si alcanzamos una chispas de párpados en los mismos recipientes de quienes rieron alguna vez junto a nosotros.
En esa aceptación con aflicción suave radica el carácter de retraimiento.
El disimulo de la firmeza vincular: es tan honda la lealtad, su nudo resistente, su pregnancia de tiempo, que las miradas apenas necesitan cruzarse. Pueden esquivarse. Y todo sucede mientras los hombros suelen intimidarse ante una azarosa exhibición de un abrazo. El lazo genuino se sitúa como una forma de sensibilidad tímida. Una conexión que tiende, en forma permanente, a buscar el gesto sutil como subterfugio para soslayar la congoja.
Un rictus relajado ajeno a cualquier reglamento explícito. Algo que nos informa que no es necesario decirlo todo porque lo sobreentendido es el marco primigenio sobre el que se asienta su código posterior.
No todxs amistamos de la misma forma. No encontramos y solemos articular similares certezas de interpretación. O las vamos haciendo converger con el paso de los años.
Nuestras filias son capaces, incluso, de enfrentarse. Y sabemos que no hay garantías: lo que crece también puede quebrarse.
Es esa certeza la que nos hace validarnos en el riesgo del debate. Pero tendemos a arrugar porque suscribimos la hipótesis mansa sobre las magnitudes y las importancias. Es lo que explica el ejercicio preciso de la confianza: una forma de sordina cómplice que tiene a la amabilidad y al respeto como estructura básica. Como renuncia a toda imposición.
Como empate sutil o concesión en el juego fractal del diálogo.
En su geografía existe una convicción acordada y no manifiesta de que no todo tiene que soportar el esfuerzo de ser dicho. Algo que no podemos manifestar es tomado como parte de lo que somos. Es que no es factible decirlo todo. No seríamos capaces de brindar suficientes analogías concretas sobre aquello que es, apenas. un eco sensible del afecto profundo.
Nos resistimos a darle intensidad o especificidad a sus particularidades o sus andanzas de anécdotas por temor a vaciar la alegría que nos produce3. Es que los diccionarios admiten la capacidad de objetivar pero al mismo tiempo impermeabilizan y pueden llegar a cosificar. ¿Cómo designar el intervalo iluminador de la aventura vivida? Ese hueco de belleza entre dos sombras. Ese lapso de carcajada.
Cuando nombramos las percepciones que devienen de la amistad auténtica recurrimos al desinterés, a la fraternidad, al altruismo. Nos corremos de un centro para orbitar en un colectivo de órdenes más buenos.
En todos los casos nos vemos compelidos a saltar del interior subterráneo para llegar a una euforia de refugio simultáneo: un techo palpable que nos ampara de las asechanzas. Un refugio de piedra que abriga ante las asechanzas de la atmósfera exterior.
Sin embargo, aunque no contemos con términos exactos intuimos algunas vicisitudes: que la amistad no se exhibe como trofeo. Que es noble en su silencio. Que se defiende ante la mirada torva de la competencia. Que no es ingenua. Que es capaz de lavar las heridas con la humedad de un llanto solitario para no saturar de penas a quien se quiere.
Es que la mistad se consolida si alguna vez hubo distancia. Sin kilómetros o biografías en retiro, todo lo que se pretenda llamar fraternidad o sororidad es escenificación altisonante. Una superproducción hollywoodense que exhala su representación al mismo tiempo que renuncia a su presencia.
En Argentina hay una palabra que tiene una carga emocional definida por la historia. Un término que participa del estatus sereno de la amistad con componentes cronológicos y territoriales determinados. Se dice compañera. O compañero. La potestad de su declamación es inconmensurable, sobre todo, para quienes fueron vecinos en campos minados de ternuras o daños.
Baruch Espinoza consideraba a la amistad como la forma que asume la honestidad de cara al universo. Y calificaba a la deshonra como la característica de aquello que se oponía al establecimiento de la amistad.
Orson Welles jerarquizó esa astilla trascendente que no hay arte que pueda plagiar.
“Abran las escuelas” declama Macri en su carta pública y, aunque escribe un poco más de caracteres que Trump en su twit “ Open the scholls!!”, publicado en pleno pico de la pandemia en EE. UU., utiliza similares argumentos marketineros. El ex presidente argentino además de pedir la apertura de escuelas en pleno enero, llama a madres y padres a la acción, convirtiéndose en supuesto vocero de familias que, según dice, le manifestaron el deseo de que sus hijos vuelvan a los colegios. (¿Se lo habrán dicho por zoom?).
¿Cuál es esa acción que proclama? Enfrentar a las familias con lxs docentes; denigrar la representatividad de los sindicatos docentes, banalizar sus luchas y situar al colectivo de maestros y profesores, a los que en su primer gobierno en CABA tildó de “vagos”, como responsables de no querer volver a la presencialidad. Es tanta la indignación que genera su cinismo y la intención de Juntos por el Cambio de convertir el comienzo de clases en una nueva batalla por el sentido, que caemos ingenuamente en su trampa discursiva. Así asistimos a iracundos debates televisivos, donde se enfrentan funcionarios de Larreta que, sin hacer ninguna mención al aumento de contagios diarios, confirman el inicio de clases el 17 de febrero porque “las familias lo reclaman”, con sindicalistas que re contra afirman que no habrá regreso a las aulas sino están dadas las condiciones sanitarias.
Entrampados en esta grieta binaria quedan ocultas las complejidades de planificar responsablemente y en serio la vuelta a las clases y se tergiversan variables sanitarias, pedagógicas y de cuidado que se deben contemplar ante la diversidad geográfica y poblacional de nuestro sistema educativo. La solución tampoco puede ser la esbozada por el Ministro Trotta, que acorralado en un borde de la grieta, propone que cada jurisdicción resuelva el inicio de clases, según su situación epidemiológica, lo que produce más brechas en un sistema de por sí altamente fragmentado y desigual.
Ante estos debates, aparentemente dicotómicos, pero profundamente intencionales e ideológicos, primero reaccionamos gritando lo que rechazamos: no queremos clases en patios asoleados con sobrillas improvisadas ni burbujas que impidan vínculos. No queremos estar en aulas sin ventilación, con escaso personal de limpieza, con lavandina y alcohol en gel que pagan las cooperadoras que pueden y lxs docentes cuándo podemos.
Si bien todo eso es cierto, ya es momento de armar otras respuestas, de sortear estas trampas discursivas y también decir lo que queremos: deseamos fervorosamente volver a la presencialidad, queremos entrar a las aulas, encontrarnos con nuestrxs alumnxs y estudiantes, mirarlos a los ojos y reconocer cuándo aprenden y cuándo no. Queremos escribir en pizarrones, volver a leer cuentos y jugar rayuelas en los patios.
Para eso necesitamos políticas de cuidado, no marketing. Macri tiene razón, necesitamos una acción. No una acción que nos enfrente, sino una que nos aúne, que enlace a familias, sindicatos docentes, maestrxs, profesores, pibes, auxiliares para exigir: vacunación, protocolos, infraestructura, insumos, conectividad y cuidados necesarios para que esta anhelada presencialidad sea posible.
Susana Bermúdez
Docente